Redes sociales y populismo: ¿una relación causal?
Por Enrique Dans*
Cada vez son más las voces que relacionan el incremento del populismo en el panorama político de cada vez más países con la popularización de una herramienta tecnológica que en muy pocos años ha pasado a monopolizar una buena parte del tiempo, el pensamiento e incluso el consumo de medios de muchas personas: las redes sociales.
La relación entre opciones políticas populistas y redes sociales puede, en efecto, abarcar más aspectos de los que habitualmente se consideran. La toma de conciencia por parte de algunos políticos de que las redes sociales, orientadas al marketing y a las campañas hipersegmentadas, podían ser un canal perfecto para la difusión de sus mensajes es tan solo uno de los efectos a considerar. Candidatos como Donald Trump, convertidos súbitamente en el anunciante más importante de redes como Facebook, se apoyaron, con ayuda de gobiernos extranjeros, en masivas campañas de microtargeting destinadas a difundir sus mensajes incendiarios entre aquellos más susceptibles de ser influenciados, algo ya probado y que habría sido completamente imposible antes de la existencia de un canal como las redes sociales. Pero más allá de este uso directo e indudablemente importante, existen otras razones que apuntan hacia la existencia de una relación entre populismo y redes sociales, y que invitan a una reflexión.
En primer lugar, la coincidencia en el tiempo. Siempre ha habido en el panorama político opciones etiquetadas como populistas, pero sin duda, su aparición se ha multiplicado a partir del momento en que las redes sociales marcan su momento de máxima adopción, a partir del final de la primera década del siglo XXI. A partir de la Primavera Árabe de 2010, muchos advirtieron que las redes sociales, con su capacidad de difusión exponencial, podían jugar un papel fundamental en los movimientos políticos, y el efecto inmediato fue pasar de aquellos primeros movimientos espontáneos protagonizados desde las bases y utilizados debido a la falta de alternativas que ofrecían los censurados medios de comunicación tradicionales, a otros con apariencia similar pero guiados por cuidadosas estrategias diseñadas, con la ayuda de sofisticados analistas, desde las oficinas electorales de algunos candidatos.
En segundo lugar, la estructura supuestamente simplista de las redes sociales: ¿te gusta lo que estás leyendo? Dale a “me gusta” y comenta elogiándolo. ¿No te gusta, o tienes una opinión diferente? Critícalo, pon un comentario incendiario, atácalo con toda paz: no pasa nada. Como la persona que lo ha escrito no está delante de ti, tu córtex prefrontal no actúa inhibiendo respuestas agresivas, y además, la asincronía de la comunicación elimina la necesidad de una búsqueda de consenso. En un escenario así, todos terminamos rodeados por aquellos “amigos” – en una extensión y banalización sin límites de la palabra – cuya opinión es similar a la nuestra, que nos hacen sentir bien, identificados, comprendidos o arropados. Entrar en la red social se convierte en una experiencia de reafirmación de nuestras creencias, en una auténtica cámara de eco, una burbuja que filtra lo que leemos, nuestra visión del mundo, en una manera de simplificar una realidad que percibimos como excesivamente compleja. En la red social, las opiniones se expresan de manera inmediata, de forma tan sencilla como un “me gusta” o un comentario breve.
A partir de ahí, tendemos a buscar políticos que no solo apalanquen sus campañas en este medio y cuyos mensajes nos lleguen de una manera percibida como neutra, en muchas ocasiones apoyados en nuestros propios amigos, sino que además, ofrezcan esas soluciones sencillas a problemas complejos. ¿Que un grupo de prestigiosos científicos demuestran en un informe que el calentamiento global es mucho peor y más preocupante de lo que pensábamos hace años? No pasa nada: se puede despachar simplemente con cuatro palabras. Un simple “I don’t believe it”, “no me lo creo”, como si la ciencia fuese una cuestión de opinión y con decir “no me lo creo”, el problema fuese automáticamente a desaparecer. Un “no me lo creo” y varios miles de “me gusta” mas tarde, ya no pasa nada: en el imaginario colectivo, el desafío más importante de la humanidad en toda su historia se ha convertido en un non issue, en un problema inexistente o en algún tipo de confabulación de esos científicos neo-comunistas que se alían con potencias extranjeras para perjudicar los supuestos intereses de la patria. Mensajes simples, maniqueos, historias de buenos y malos empaquetadas de manera sencilla, y administrados con exquisita precisión a quienes más valoran y agradecen su recepción. No me des artículos largos y sesudos, dame mensajes que quepan en un tweet, con frases cortas y contundentes. Dame memes que pueda devorar y compartir. Mejor supuestas soluciones contundentes y mensajes extremadamente claros y concisos, que áreas grises de indefinición y problemas complejos difíciles de entender. Historias de buenos y malos, búsqueda del enemigo común por encima de todo. Hazme sentir bien, simplifica mis problemas, y te votaré, sea por acción o por reacción.
¿La culpa es de las redes sociales? No necesariamente: simplemente han puesto en marcha una maquinaria exitosa, económicamente brillante, y que no han sido capaces de controlar, porque hacerlo, entre otras cosas, suponía perjudicar su rápida expansión y sus resultados. Estamos posiblemente ante la mayor crisis de la democracia en toda su historia. ¿Tiene solución? ¿Cambia con la posible caída del imperio y la hegemonía de Facebook, o simplemente se desplaza a la siguiente herramienta, a la siguiente red, o incluso a esa Instagram que Facebook protege como si no fuera suya? ¿Es la solución dejar de utilizar redes sociales? ¿O solo determinado tipo de redes sociales, las que nos convierten en materia prima cuya atención se trocea y vende al mejor postor? ¿O no tiene nada que ver, y lo que hay que plantearse es aprender a usarlas?
Muchas preguntas. Pero muy pocas respuestas.
*Texto íntegro, publicado gracias a licencias Creative Commons