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La riqueza, el éxito y el género

La riqueza, el éxito y el género

La riqueza, el éxito y el género

Por Genoveva Vargas-Solar
genoveva.vargas@gmail.com

El tema de equidad de género es complicado de abordar porque es de esos asuntos para los que todo el mundo cree tener una opinión válida por el único hecho de tener un rol en la sociedad. Por lo tanto, es un asunto que en el día a día se discute y se aborda de manera empírica e irresponsable por diferentes sectores de la población desde los civiles lambda hasta las instancias gubernamentales, las instituciones de educación a todos los niveles, asociaciones profesionales y el sector salud. En muchas ocasiones, se piensa además que los asuntos de género solamente han sido subrayados por el feminismo y se exhiben los métodos más radicales que ha usado este movimiento para denunciar las situaciones de inequidad de género.

Lo primero que hay que saber es que el tema de género se estudia y se discute de manera científica, es una rama multidisciplinaria de las ciencias sociales con sus metodologías propias[1], no es, en ningún caso, un tema de tertulia. La perspectiva de género es un marco teórico[2] adoptado en investigación, políticas públicas y acciones para el desarrollo, con el fin de tener en cuenta el análisis de los roles y desigualdades de género. El enfoque de perspectiva de género aborda:

  • el reconocimiento de las relaciones de poder existentes entre los géneros,
  • la interpretación histórica y social de dichas relaciones,
  • el principio que entiende que las relaciones de género atraviesan todo el entramado social y se articulan con otras relaciones sociales, como las de clase, etnia, edad, orientación sexual y religión.

Los estudios sociológicos han analizado los roles socioeconómicos asociados al género y han convergido en afirmar que esta reflexión ha existido desde la historia de la humanidad. El razonamiento sobre el género se ha traducido en normas y convenciones que han regido las sociedades y se han cristalizado en nociones como la construcción de la familia como unidad social, el reconocimiento y ejercicio de la paternidad, etc.  En realidad, estas convenciones se han definido tomando en cuenta diferentes variables, atributos físicos de las personas, necesidades prácticas de sobrevivencia personal y colectiva. El orden que generan estas normas da la impresión a la colectividad de seguridad, de control, de permanencia y a veces de trascendencia del grupo social.  Sin cuestionamiento, los miembros de los grupos sociales toman estas convenciones como verdades absolutas, no las transgreden abiertamente y en el peor de los casos las imponen a otros grupos.

El orden social, la división del trabajo, el progreso y la consolidación de la sociedad, entre otros aspectos, son determinados por el género. Este orden social alimenta valores y aspiraciones en los individuos, por ejemplo, la noción de prosperidad: persona próspera, familia próspera, pueblo próspero. Según el diccionario de la Lengua Española próspero, a (del lat. prosperus, -a, -um.) es un adjetivo que denota a una persona “que progresa en riqueza o poder”, “que es venturosa o bien afortunada (feliz, propicia)”. O sea que el orden social ofrece un espacio propicio para que las personas (acreditadas) progresen en riqueza o poder. La pregunta es ¿de qué forma se han organizado la riqueza y el poder – la prosperidad– con respecto al género? Si nos interesamos en la cultura occidental podemos encontrar algunos casos. La Biblia, por ejemplo, hace referencia a muchos hombres prósperos como Abraham, Moisés, Jacobo, Salomón, Isaías, Jeremías, Jesús, etc. Las novelas de caballería prometen prosperidad y abundancia a los caballeros traducida en riqueza materializada en tierras, alimento, descendencia y trascendencia. Sobre las mujeres prósperas, se habla menos o de manera diferente, porque muchas veces, ellas son parte del botín del hombre próspero, o son el medio que atrae la prosperidad (por ej., a través de la capacidad de procreación o bien a través de la magia como las hadas en los cuentos de caballería).

Durante siglos, las mujeres no hemos tenido derecho a la propiedad y por tanto a la riqueza y a la prosperidad entendida como riqueza material. Nos hemos tenido que contentar con “disfrutar” de la riqueza de nuestras familias o de los maridos efectuando tareas que no atraían riqueza (económica) directamente. En los peores casos, nuestra riqueza se reduce a la juventud y a la belleza física, en menos ocasiones a la sabiduría. En efecto, las mujeres, en general, no hemos salido a conquistar tierras, hemos realizado poca actividad comercial, nuestras actividades se han restringido al microcosmos doméstico, a criar a la prole, a cuidar la casa y a preservar el honor de la familia y del marido. Hemos sido moneda de intercambio, medio para deshonrar a los hombres a los que “pertenecemos”. Por lo tanto, durante siglos, el capital económico fue dominio masculino. Ya Virginia Wolf en su ensayo Un Cuarto Propio (A Room of One’s Own[3], 1929) lo explica. “Las mujeres han sido los seres más pobres de la tierra”, refiriéndose a que hemos tenido poco o nulo acceso a la propiedad, a los beneficios de ganar dinero propio, de disponer de un espacio propio, material y metafóricamente. Cooptadas de la libertad que da el capital económico y a veces del capital simbólico, todo proyecto ha tenido que ser sometido al consenso colectivo, al permiso de “la sociedad”. ¿Deben tener derecho a votar? ¿Deben conducir? ¿Deben poder manejar sus propias finanzas? ¿Deben tomar decisiones sobre su avenir profesional y personal? ¿Deben ganar el mismo salario que sus iguales masculinos al realizar el mismo trabajo? ¿Deben tener control sobre su maternidad? Muchas de las actividades de las mujeres están determinadas o son ejercidas legítimamente a través de una autorización familiar, conyugal o legal. Y aquí estoy, siendo general, porque no todas las mujeres han accedido a los mismos permisos, esto también está determinado por su condición social, por su raza y por su culto.

Dado que obtener permiso es ya una deferencia enorme que genera cambio en el orden social, la posibilidad de acceso a capital económico y a riqueza no puede ser la misma que los hombres. Se nos permite jugar futbol o tenis, por ejemplo, logramos alcanzar resultados relevantes y además ¿queremos ganar lo mismo que nuestros equivalentes masculinos? ¡Impensable! La razón es que los equipos femeninos no mueven la misma maquinaria económica que los masculinos. Los partidos no se transmiten sistemáticamente y a toda hora inclusive en “prime time”. Los estadios no se llenan igual, las proezas no son difundidas ni valoradas de igual forma en los titulares de los noticieros de televisión. La afición no es tan numerosa y no mueve la economía al mismo nivel. En el año 2006 y en 2001 los torneos de “Grand Slam” Roland Garros y el Abierto de Australia decidieron equiparar el premio para las categorías masculina y femenina y se unieron así a la iniciativa del Abierto de US que lo hizo en 1973. Wimbledon fue el último en hacerlo. De todos modos, la brecha salarial existe. Según el periódico El país[4], hay dos medidas que denuncian esta brecha. Primero, el monto total de ganancias en el total de los circuitos. “El circuito masculino profesional se compone de 68 torneos, excluyendo los “challengers”, disputados por tenistas de bajo ranking, en los que se reparten un total de 160 millones de euros. En el femenino hay 59, donde se reparten 120 millones, un 25% menos”. La segunda medida es el ranking de los jugadores que más dinero han ganado en sus carreras. En 2017, El País reportaba que “Novak Djokovic había ingresado 91,3 millones de euros desde 2004, o sea en 13 años; contra los 70 que Serena Williams se ha embolsado desde 1997” (¡el 76% en 20 años!). “Su hermana Venus Williams es la segunda mujer que más ha recibido, 31,5 millones, menos de la mitad. En el cuadro masculino el segundo es Roger Federer, con casi 90 millones”, es decir, 30 millones más que la número uno. “El suizo es el que más ha ganado en 2017, 7,4 millones”, contra Garbiñe Muguruza “en el cuadro femenino, con 3,6 millones” (menos de la mitad que Roger Federer).

Y ¿por qué no se hace un plan estratégico para cambiar la situación en todos los ámbitos? A igual trabajo igual remuneración. Porque la riqueza de las mujeres es del orden del capital simbólico, del orden de lo inmaterial. El honor de participar, el orgullo de tener logros que nadie esperaba dado que se parte de una supuesta incompetencia. El competir a pesar del matrimonio, a pesar de la maternidad, a pesar de ocuparse de los viejos de la familia: “a pesar”.  La riqueza y el éxito de las mujeres se mide con respecto al éxito y la riqueza de sus parejas, de sus familias, de su progenitura. El éxito y la riqueza femenina se mide por lo que una mujer hace por el otro: el éxito y la riqueza por transitividad. Y ¿por qué no? Dirá el ala más conservadora de la sociedad. Es cierto. Sin embargo, en aras de la prosperidad que es “aspirar a incrementar su nivel de riqueza”, sería más equitativo agregar para ellos la posibilidad del éxito y de la riqueza venida por la asistencia colectiva, y para ellas, la posibilidad del éxito y de la riqueza propia, directa, esa que se logra sin ningún “a pesar”.

 

[1] Estudios de género — gender studies — es la denominación de un campo interdisciplinario centrado en el estudio académico de diversos temas relacionados al género como categoría central. Este campo de estudio emergió desde distintas disciplinas: la sociología a partir de la década de 1950, las teorías del psicoanalista Jacques Lacan, la antropología con las investigaciones de Rita Segato5​ y el trabajo de feministas tales como Judith Butler. (Wikipedia)

[2] https://es.wikipedia.org/wiki/Estudios_de_género

[3] https://en.wikipedia.org/wiki/A_Room_of_One%27s_Own

[4] https://cincodias.elpais.com/cincodias/2017/08/29/fortunas/1504033193_765299.html

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