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Coronavirus: tecnología, medios y fines

Coronavirus: tecnología, medios y fines

Coronavirus: tecnología, medios y fines

Por Enrique Dans*

Las distintas reacciones de los países a la emergencia sanitaria internacional representada por la epidemia de COVID 19 posibilitan algunas reflexiones sobre su tratamiento y sobre los medios que cada país ha dispuesto para enfrentarse a ella.

En primer lugar, China: origen del problema debido no simplemente a la laxa regulación de sus mercados de productos alimenticios y sus continuos incidentes, sino también por el autoritarismo de un régimen centralizado que provocó que, al inicio de la epidemia, sus autoridades tratasen de esconderla y minimizarla tomando medidas escasas o nulas, al tiempo que se silenciaba o se amenazaba con castigos a los que trataban de alertar sobre ella. Un comportamiento no limitado a China, y también presente en otros países con regímenes autoritarios como Irán o Corea del Norte, con tradición de escasa transparencia y tendencia a tapar sus problemas internos.

A partir de ahí, sin embargo, China pasó a la ofensiva, y decretó medidas de aislamiento enormemente agresivas: más de 46 millones de personas encerradas en sus casas, y 780 millones, prácticamente la mitad del país, sometidos a prohibiciones para viajar. Calles vacías y actividad industrial prácticamente detenida, hasta el punto de provocar la desaparición de la contaminación en el país. Además, el gobierno dedicó esfuerzos prácticamente ilimitados a asegurar el cumplimiento de esas medidas y, según un reciente informe de la Organización Mundial de la Salud (OMS), ha conseguido contener el avance de la epidemia y pasar de los miles de casos reportados diariamente al principio de la epidemia, a los 125 detectados ayer.

Además de medidas de aislamiento extremas y cuarentenas obligatorias que afectan a millones de personas, el gobierno chino ha echado mano de la tecnología: dado que el seguimiento permanente de sus ciudadanos a través del enorme sistema de cámaras e identificación facial se veía dificultado por el ubicuo uso de mascarillas, el gobierno chino ha recurrido a las super-apps que utiliza a todas horas la práctica totalidad de la población, Alipay y WeChat, y ha implantado en ellas un código de colores compartido con la policía que condiciona lo que el usuario puede hacer: si el código QR que identifica al usuario y ahora, además, su estado de salud estimado, se mantiene en color verde, éste tendrá libertad para desplazarse. Pero si se torna amarillo o rojo, el usuario estará obligado a mantener una semana o catorce días de cuarentena domiciliaria, y en caso de no recluirse en su casa, será detenido y enviado a la misma en cualquiera de los múltiples puntos de control. El análisis que determina el color del código no ha sido desvelado, pero probablemente tenga que ver con el análisis de los desplazamientos del usuario, los lugares en los que ha estado o el estado de salud de sus contactos o de las personas con las que ha compartido espacio físico, lo que lleva la cuestión a un nivel de distopía nunca visto. Además, todo un despliegue tecnológico adicional: robots que rocían desinfectantes, cámaras con sensores térmicos, algoritmos de deep learning para la detección o para la predicción de la supervivencia de los infectados…

Sin embargo, todo parece indicar que las medidas extremas y distópicas, por duras que sean, funcionan. El problema, obviamente, es que muy pocos países serían capaces de poner en marcha medidas semejantes o mínimamente comparables. En este punto, se hace necesaria una reflexión sobre hasta qué punto un fin como la salud pública debe o no justificar la adopción de ese tipo de medidas extremas.

Esto nos lleva al análisis de otro país: los Estados Unidos. Si China, como origen de la epidemia, se ha destacado por la dureza de su reacción a la hora de intentar contenerla, los Estados Unidos se están destacando por lo contrario: por su enorme torpeza. El empeño del gobierno de Donald Trump por ofrecer una imagen de tranquilidad y negar la incidencia de la epidemia ha llevado a que prácticamente todo el país sepa que los números que describen el alcance del virus en el país están dramáticamente mal estimados, y que, como indican los análisis genéticos de los afectados, el virus lleva ya varias semanas expandiéndose por el territorio.

Es bueno recordar que hablamos de una enfermedad que en muchos casos discurre de manera asintomática, se desarrolla de forma silenciosa durante días o se confunde en su sintomatología con otras afecciones estacionales como la neumonía, lo que dificulta su detección. En este tipo de casos, resulta fundamental tener en cuenta una tecnología que pasa a tener una importancia crucial: la prueba diagnóstica. La obtención de una prueba diagnóstica sencilla y barata, que pueda realizarse rápida, fácil y masivamente para comprobar si una persona se encuentra o no afectada tiene una importancia y una criticidad enorme a la hora de intentar contener la expansión de la enfermedad y de aplicar correctamente las medidas de aislamiento de los afectados.

En el caso de los Estados Unidos, la gestión de la prueba diagnóstica se llevó a cabo de una manera que seguramente podría describirse como «peor imposible»: los kits diagnósticos desarrollados y distribuidos desde laboratorios presuntamente contaminados resultaron ser escasos y defectuosos, algo que solo se descubrió después de que estos habían sido distribuidos por todo el país, y que llevó seguramente a dejar de diagnosticar un número de casos que podría haber sido elevado. Eso pudo llevar presuntamente a dar de alta a pacientes posiblemente infecciosos, que podrían haber contribuido a una mayor dispersión de la epidemia. El cambio en la política para poder disponer de más kits diagnósticos se ha anunciado ya, pero podría haber llegado demasiado tarde.

El caso de los Estados Unidos se vuelve más grave aún si combinamos esa primera respuesta diagnóstica mal implementada con la casuística de un país con un sistema de salud disfuncional, en el que simplemente acercarse a un hospital a pedir cualquier cosa puede conllevar una factura de miles de dólares. Además, dado que tan solo el 55% de los trabajadores estadounidenses tienen derecho a tiempo libre remunerado, es habitual que muchos trabajadores con sintomatologías leves tiendan a seguir acudiendo a su trabajo por miedo a dañar su carrera profesional o incluso a perder su puesto de trabajo, por lo que es muy posible que la expansión de la epidemia en los Estados Unidos pueda convertirse en los próximos días en una verdadera pesadilla.

Por el momento, con los primeros casos ya apareciendo en distintos puntos del país, todo parece indicar que el país puede encontrarse ante un problema muy serio. Tan solo algunas compañías tecnológicas como Twitter o Cisco están pidiendo activamente a sus empleados que dejen de viajar y que trabajen desde su casa, y resulta interesante especular que ocurrirá si se estima la posibilidad de tomar medidas de aislamiento más duras. Una hipotética cuarentena en los Estados Unidos tendría, desde un punto de vista legal, una descomunal complejidad: las responsabilidades en este ámbito se distribuyen entre más de dos mil agencias locales, estatales y tribales, lo que dificulta el establecimiento de una estrategia nacional, y algunas garantías constitucionales mantienen su validez incluso en esos casos excepcionales, lo que obliga a los funcionarios de salud a usar los medios menos restrictivos consistentes con el consejo médico, y a exponer razones fehacientes para afirmar que una persona ha podido estar expuesta a la infección. Nada que ver, obviamente, con la autoridad omnímoda y sin posibilidad de contestación puesta en práctica por el gobierno chino.

Cuando una emergencia sanitaria evoluciona para convertirse en una pandemia, quiere decir por definición que las medidas de contención adoptadas hasta el momento ya han fallado, y que debemos pasar al plan B: disponer de pruebas diagnósticas rápidas, baratas y accesibles que permitan determinar si una persona está infectada o no, e informar adecuadamente a los ciudadanos sobre todas las medidas que tienen que tomar en caso de resultar infectados. Desde preparación psicológica, a planificar suministros (de medicinas y alimentos) para el caso de aislamiento, o incluso organizar de qué manera podremos cuidar a familiares afectados sin exponernos al contagio nosotros mismos.

¿Justifican problemas excepcionales como una epidemia la puesta en práctica de medidas tecnológicas o legales que en circunstancias normales resultarían inaceptables en un estado democrático y respetuoso con las libertades de sus ciudadanos? ¿O deberíamos plantearnos aplicar la metodología que parece estar funcionando en China, suspender todas las garantías y libertades fundamentales, e incluso poner en práctica sistemas de vigilancia que vayan desde patrullas policiales en las calles hasta sofisticados sistemas de monitorización y vigilancia tecnológica? ¿Llegaremos a ver, en países democráticos, cuarentenas masivas y medidas tan excepcionales como las tomadas en China? ¿Servirán para algo cuando la epidemia, aparentemente, ya se ha convertido en masiva?

*Texto íntegro e imágenes, publicados gracias a licencias Creative Commons

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