Por Enrique Dans*
Los efectos de las medidas de confinamiento decretadas en muchas ciudades – calles vacías, cielos limpios, horizontes despejados y niveles de polución drásticamente reducidos – están promoviendo el llamado blue-sky thinking, entendido como ideas creativas no limitadas por el pensamiento o las creencias actuales, y específicamente, su aplicación a la gestión de las ciudades.
¿Cómo pueden las ciudades preservar la calidad de su aire y evitar envenenar sistemáticamente a sus habitantes, pero manteniendo también su nivel de actividad y pujanza económica? La elevada densidad de las ciudades es interpretada por muchos como un problema de cara a cuestiones como la difusión de una pandemia, pero por otro lado es, en muchos casos, uno de los atributos que posibilita su eficiencia, y para muchos, parte de su atractivo: claramente, la idea no es eliminar la tendencia a la verticalidad, pero sí replantear cómo se vive en ese tipo de áreas, y sus condicionantes socioeconómicos.
Lo que las ciudades más proactivas están proponiendo es un conjunto de medidas destinadas, fundamentalmente, a aliviar la presión que los vehículos ejercen sobre las ciudades, para evitar volver a una normalidad que tenía muy poco de bueno o de saludable. El pensamiento desarrollista del siglo pasado, consistente en construir más infraestructuras para evitar su saturación, se ha declarado absurdo: expandir las vías y aumentar su capacidad es una forma segura de provocar más congestión, no menos. La pandemia ha demostrado de manera inequívoca cómo de nociva era la cultura del automóvil, lo que conlleva que muchas de las medidas que se tomen en el futuro tendrán como eje central las restricciones a su circulación.
El automóvil del futuro estará conectado, y será autónomo, eléctrico y compartido. Pero mientras llegamos a eso, veremos en las ciudades la extensión de las zonas cerradas a al tráfico de automóviles, la imposición de peajes dinámicos en función del nivel de congestión, el fomento de las zonas peatonales y la movilidad a pie, los ensayos con vehículos autónomos eléctricos para el transporte público en cinco ciudades europeas, y sobre todo, el creciente interés por la bicicleta, en particular la eléctrica, creando más carriles bici a costa de espacios antes destinados a la circulación o el aparcamiento de automóviles, y haciendo más fácil su transporte en unos trenes y autobuses menos congestionados debido a las medidas de distanciamiento social.
Precisamente este aspecto, el del transporte público, es uno de los que más precisa de una desmitificación a la luz de los hechos: si bien al principio del desconfinamiento se tendió a no recomendar su uso debido a la evidente dificultad para mantener en él las medidas de distanciamiento social, las ciudades que antes lo han reabierto no han, aparentemente, experimentado más rebrotes debido a ello, lo que está llevando a replantearse esa demonización inicial.
Una de las consecuencias de la pandemia, el auge del teletrabajo, podría llevar a un cierto éxodo de trabajadores de las grandes ciudades y resultar en una disminución de la presión. Pero al mismo tiempo, urge reanudar la vida económica y el movimiento en esas grandes ciudades, y la pandemia es una prueba de que será preciso hacerlo en base a otros parámetros. En encuestas recientes, la mayoría de los europeos han dejado claro que quieren mantener sus ciudades libres de automóviles y evitar a toda costa el retorno a los niveles de contaminación previos a la pandemia. Veremos si los gestores municipales son capaces de interpretar adecuadamente esa corriente de opinión y de tomar las medidas adecuadas para ello.
*Texto íntegro e imágenes, publicados gracias a licencias Creative Commons