Apple, los AirPods y los ecosistemas de creación o destrucción de valor
Por Enrique Dans*
Un sencillo análisis publicado en forma de tweet hace aproximadamente un mes por Midas Kwant sobre los auriculares inalámbricos AirPods de Apple llamó mucho la atención por sus magnitudes: si en lugar de ser lanzados desde Apple en 2016, hubiesen sido constituidos como una compañía independiente, y proyectando las ventas de cien millones de unidades que Apple prevé para 2020, esa compañía tendría, incluso con hipótesis razonablemente conservadoras, un valor de 175,000 millones de dólares, lo que la convertiría en la trigésimo segunda compañía más grande de los Estados Unidos. En cuatro años, y con un solo producto.
La capacidad de Apple para generar valor reinventando productos es bien conocida: los AirPods, cuya contribución a las cuentas de Apple ya había sido analizada anteriormente, no son tan diferentes de otros auriculares inalámbricos Bluetooth que pudiese haber antes que ellos, pero hoy ya nadie se acuerda de modelos anteriores de otras compañías, y prácticamente todos los que se fabrican se parecen a ellos. Cuando la compañía comenzó a venderlos, se los acusó de ser extravagantes, de ser incómodos y hasta de provocar situaciones incómodas, pero con el tiempo, se han convertido en prácticamente un símbolo, han desmentido sus supuestos problemas, y se han consolidado como un producto que habita en cada vez más bolsillos de más personas, bien como ellos mismos o como sus infinitos clones más baratos fabricados en China. Su segunda versión lleva a la venta desde octubre, incorpora cancelación de sonido y varias prestaciones más, y parece estar logrando cifras ventas igualmente brillantes.
Pero más allá de cantar las excelencias de Apple por su visión de producto, por arriesgarse a diseñar unos auriculares que se sujetan misteriosamente a la oreja sin caerse o que ofrecen un sonido y una autonomía muy razonable, vale la pena también reflexionar sobre el esquema económico que toman como modelo: los AirPods son un producto imposible de desmontar, en el que todos sus componentes están irremisiblemente pegados entre sí, diseñados para durar aproximadamente entre unos cuantos meses y un par de años en función del uso antes de que su batería pierda suficiente capacidad como para que dejen de ser operativos, y que, una vez llegado a ese punto, probablemente se queden en un cajón de casa, porque debido a los componentes que contienen no deben ser tirados a la basura y porque de alguna manera aún piensas que te pueden servir para algo, y no pueden ser reparados de ninguna manera.
Un ecosistema que preconiza el usar y tirar en un producto que perfectamente podría haber sido diseñado para que su pieza menos duradera, que por lo general será la batería, pudiese ser reemplazada, incluso de manera que se pudiese obtener un cierto beneficio por ello, pero que Apple prefiere diseñar de manera que la única opción tras la pérdida de capacidad de esa batería sea meterlo en un cajón y adquirir otro. Es el mismo tipo de ecosistema que el que generan muchas tiendas online, que en muchas ocasiones prefieren tirar los productos devueltos a un vertedero o quemarlos porque les sale más rentable eso que inspeccionar si han sido manipulados o que volver a doblarlos y empaquetarlos en el caso de prendas de ropa. Un ecosistema insostenible, por una cuestión de cálculo económico irresponsable, porque nadie paga por lo que ensucia, lo que tira o lo que quema. Una economía que subvenciona la insostenibilidad, la ineficiencia, el absurdo, en lugar de anteponer el sentido común y unas cuantas reglas básicas de simple supervivencia.
Los AirPods son un producto enormemente exitoso y una prueba de la habilidad de Apple para crear un mercado y un valor económico donde nadie más supo verlo anteriormente. Pero son también la prueba de una tragedia: la nuestra como especie.
*Texto íntegro e imágenes, publicados gracias a licencias Creative Commons