Sin tocar
Cuántos días, cuántas nueces, veinte años
Coti
Por Laura Macías
Hay un niño pequeño, de unos ocho años, que está haciendo señas obscenas desde el jardín mientras ella baila. Ella es mayor que él y ni siquiera le hace caso. Él la mira y años después lo único que recordará será su risa. No se volvieron a ver, incluso vivieron en distintos países algunos años pero los libros los ha reunido otra vez. Veinte años o más han pasado sin verse y probablemente pasen algunos más. Ella ve una solicitud de amistad en Facebook y recuerda al niño travieso, delgadísimo y rubio que tanta lata le daba; observa la foto de perfil: ahora es calvo, con lentes, con mirada seria, definitivamente ya no es un niño. Ella se detiene y piensa qué pensará el sobre ella; ¿la verá vieja, gorda, desganada? ¿o pensará que conserva el atractivo de la juventud? En su pantalla, él piensa por qué siguió el impulso de la solicitud de amistad. El primer acercamiento es literario, resulta el punto de encuentro que desemboca en una pasión por los libros llena de referencias, recomendaciones y chismes sobre autores. De ahí empiezan a hablar sobre ellos, de los años de universidad, de los matrimonios y los hijos. De todo lo cotidiano, que representa un mundo aparte y necesario, pero no fundamental. Lo esencial está en las palabras, en cómo se dicen todo lo que se dicen. Comienzan a leerse entre líneas, a dibujarse cuerpos y expresiones con signos de exclamación y emoji. Ahora se escriben textos todo el día y en todas las formas. Casi con desesperación se acarician con las palabras, se comen el uno al otro, se erotizan, se lamen, se conquistan. El texto es para los dos una piel donde se pueden escribir los sueños y los deseos; es un lugar donde se pueden contar historias de amor sin siquiera mirarse a los ojos. Cada frase que se dicen lleva su vida a cuestas; también lleva nuevos paraísos. Cada frase que se escriben, que se dicen en el texto, dice los sueños y los deseos de dos que tal vez nunca se tocarán en la realidad.