Un nuevo estudio publicado en Nature, «Equity in allocating carbon dioxide removal quotas«, incide en la necesidad de desarrollar masivamente la tecnología de captura y almacenamiento de dióxido de carbono (Carbon Capture and Storage, o CCS), y de pactar además objetivos en ese sentido para cada país, si queremos tener alguna posibilidad de evitar alcanzar las etapas más peligrosas de la emergencia climática, que además todo indica que podrían llegar a tener lugar mucho antes de lo esperado.
La evidente incapacidad que están mostrando las sociedades de los distintos países para reducir significativamente sus emisiones de dióxido de carbono están llevando a que el planteamiento inicial de crear mercados para poner precio a unos derechos de emisión negociables se estime ya completamente insuficiente. Si no planteamos alternativas más drásticas, nos limitaremos a reducciones testimoniales y, sobre todo, a trasvases de emisiones entre compañías, y no llegaremos a tiempo para evitar la cascada de los efectos de retroalimentación.
La otra solución lógica y natural para fijar dióxido de carbono es la plantación de árboles. Sin embargo, a pesar de la gran popularidad y la buena recepción de este tipo de medidas, que han llevado a barajar la posibilidad de llevar a cabo plantaciones de billones de árboles en todo el mundo o a países como Etiopía a plantar 353 millones de árboles en un solo día, hablamos de acciones que, por si solas, tampoco solucionan el problema y que, en ocasiones, incluso dan lugar a problemas adicionales cuando esas plantaciones tienen lugar en ecosistemas como las praderas, que naturalmente no estaban destinados a tener árboles.
Otras alternativas interesantes para fijar dióxido de carbono son, por ejemplo, los materiales de construcción capaces de incorporarlo desde la atmósfera mediante las adecuadas reacciones químicas para crecer, reforzarse o repararse, o la posibilidad de cubrir las playas con olivino, un grupo de silicatos verdes generalmente de hierro y magnesio muy baratos y abundantes en la corteza terrestre, que incorporan dióxido de carbono al oxidarse por la acción progresiva de las olas.
De una u otra manera, todo indica que debemos plantearnos la idea de llevar a cabo procesos que nos permitan capturar dióxido de carbono, bien directamente de la atmósfera, o bien en el momento de ser emitido. El primer planteamiento es posible, pero muy intensivo, dado que la concentración de dióxido de carbono en la atmósfera se mide en partes por millón, y es dudoso que incluso teniendo tecnologías adecuadas para ello, que efectivamente existen, sea suficiente como para marcar una diferencia significativa.
La alternativa es fijarlo en la salida de aquellos procesos que lo producen de manera intensiva, como el refino del petróleo – que en cualquier caso deberá continuar al menos hasta que existan alternativas viables para muchos de sus usos – o la fabricación de hormigón, entre otras, que permiten capturar ese dióxido de carbono y almacenarlo de diversas maneras (bajo la superficie de la tierra, por ejemplo, en zonas abundantes en rocas porosas), o incluso conseguir que pueda ser utilizado como una fuente de energía y que sea instalado como última etapa de todos los procesos industriales que lo generan de manera sistemática. Obviamente, la disponibilidad de este tipo de tecnologías no debería jamás llegar a convertirse en una excusa para incrementar nuestras emisiones de dióxido de carbono, pero pueden servir perfectamente como forma de atenuar el problema.
Lo que está claro es que la disponibilidad de tecnologías para capturar dióxido de carbono está incrementándose con el tiempo, y las compañías que se dedican a investigar este tipo de procesos no están teniendo ningún problema a la hora de obtener financiación externa. La oportunidad económica y el interés están ahí. Y además, cada día que pasa es más importante para todos.
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