Por Mauricio Cervantes*
Al mudarme con mi familia junto a la antigua hacienda henequera de Xcumpich (voz maya que equivale a «el pich de la hondonada»), hoy dentro de la demarcación de la capital yucateca, empecé a regalarme visitas al Jardín Botánico del Centro de Investigación Científica de Yucatán para indagar cuál de los arboles de su colección era el pich, parota o guanacaste. Una vez identificado me sorprendí al contar más de una docena de ejemplares -de al menos 15m de altura- en una superficie que no llega a los 250 m de radio desde mi casa. Durante varias semanas me dediqué a recolectar sus frutos a la par que me imbuía del rojo bermellón de las flores del compañero que siempre crece a su lado: el flamboyán.
En medio del confinamiento sanitario y ya que, desde la mudanza familiar, a fines del año pasado, mis enseres artísticos se han quedado encapsulados en un taller cerrado en Oaxaca, para crear he regresado a lo básico: además de las semillas recolectadas no hay en mi mesa de trabajo más que una navaja, cinta adhesiva, cartón y yeso. Eventualmente encargué un par de cajas de madera al carpintero del barrio. El resultado es una expresión de la abundancia dicha con gestos mínimos; una paradoja descubierta entre otras menos halagüeñas.
La primera es la de un eficiente servicio de recolección de basura municipal, en contraposición a incipientes campañas contra el uso de plásticos y poliestirenos. Los rellenos sanitarios tienen una gran capacidad, pero todo llega allí sin clasificación. De los ca. 350,000 toneladas de basura generadas anualmente en Mérida, casi el 40% es orgánica. Una buena parte es la de parques y jardines. La creación de los humedales artificiales en antiguas canteras de material pétreo recibe a tantas aves e insectos como expele camiones de bolsas de plástico con lo que resulta de las podas. La biomasa vegetal codiciada para su transformación en gas en otras latitudes, aquí se entierra en rellenos sanitarios. De mis recolecciones aprendí que junto a especies introducidas como el flamboyán y otras nativas como el pich -ambas leguminosas- varias más producen una cantidad insólita de semillas que son forrajeras y en el mejor de los casos un rico complemento alimenticio. El pich y el ramón -éste de la familia de las moras- fueron fundamentales en la dieta de los antiguos mayas. Hoy, toneladas de frutos y semillas del arbolado urbano terminan en el basurero.
Revisar los programas de reforestación de las administraciones en turno -la municipal y la estatal- es muy alentador, cuando se descubre que a los 2,300,000 árboles del inventario meridano actual se sumará un alto porcentaje de los 600,000 destinados para las zonas urbanas de Yucatán a ser sembrados en seis años. Desconcertante es cuando otras oficinas de las mismas administraciones siguen autorizando que enormes superficies conurbadas se transformen en desarrollos inmobiliarios que, si bien reservan para los jardines lo que marcan las normas, antes arrasan con toda la flora nativa.
Estas paradojas me remiten con tristeza a la obra del artista Francis Alÿs, “La fe mueve montañas” ligada a la idea de “un máximo esfuerzo para un mínimo resultado”. La acción, realizada en la III Bienal de Lima de 2002, consistía en un inútil desplazamiento geológico. Fueron convocados quinientos voluntarios para formar una larga hilera de trabajadores que palearían en contra del viento una duna de cuatrocientos metros de diámetro. Fue movida solo unos centímetros.
Confío en que, al menos dentro de la metáfora de mis objetos, las semillas de pich y flamboyán puedan germinar en suelos poblados por menos contradicciones.
* Artista visual. Premio al Mérito Ecológico 2017.
Todas las fotos adjuntas © Mauricio Cervantes