Por Enrique Dans*
Cada vez son más las voces que reclaman que la recuperación de la crisis económica provocada por la pandemia se lleve a cabo con criterios de sostenibilidad, y que utilicemos el siniestro «aviso» que ha supuesto el COVID-19 para que esa «nueva normalidad» que nos estamos viendo forzados a definir tenga en cuenta la que es la verdadera amenaza: la emergencia climática.
Médicos y profesionales de la salud de todo el mundo de más de 200 organizaciones que representan a unos 40 millones de trabajadores de la salud, aproximadamente la mitad de la fuerza laboral médica mundial, han firmado una carta abierta a los líderes del G20 y a sus principales asesores médicos señalando los 7 millones de muertes prematuras a las que contribuye la contaminación del aire cada año en todo el mundo, y pidiéndoles que garanticen una recuperación ecológica de la crisis del coronavirus que tenga en cuenta la contaminación del aire y la degradación climática.
Reclamaciones similares han sido efectuadas también por un grupo de compañías con un valor total de 2.4 billones de dólares, por líderes políticos y empresariales europeos, por inversores institucionales, por instituciones financieras y hasta por ministros de finanzas, premios Nobel y bancos centrales. La demanda es muy clara: debemos aprovechar el momento para disminuir las emisiones y tratar de poner bajo control la amenaza climática, un problema muchísimo más importante que la propia pandemia.
El futuro que viene es, en efecto, mucho más peligroso que una pandemia, y podría llegar mucho más rápido de lo que algunos esperan: las plagas, las lluvias, los huracanes y otros fenómenos de climatología extrema amenazan a corto plazo unas economías ya debilitadas, y reclaman que la reconstrucción ayude no solo a reducir nuestra vulnerabilidad y a prepararse para los riesgos climáticos extremos, sino también que se haga además reduciendo las emisiones que provocan esos riesgos climáticos.
En realidad, nunca hemos tenido una oportunidad mejor para incrementar la inversión en energías renovables: por un lado, son cada vez más eficientes y más baratas. Por otro, son susceptibles de generar muchos puestos de trabajo. Y finalmente, estamos ante el inminente colapso de los combustibles fósiles: el carbón, de hecho, es muy posible que no llegue a recuperarse de la pandemia, y la industria del petróleo, tras el alucinógeno episodio de los precios negativos que pudimos ver hace pocas semanas que algunos describieron como «un teatro en llamas con todos tratando de llegar a la puerta», está pasando sus peores momentos.
Obviamente, no todas las compañías petrolíferas son iguales: mientras las empresas saudíes, por ejemplo, disfrutan de costes de producción de $8.98 por barril, las rusas se van hasta los $19.21, las norteamericanas se sitúan entre los $20.99 de la explotación convencional y los $23.35 del shale oil, y las británicas alcanzan los $44.33. En esas condiciones, estamos viendo cada vez más medidas de control: Chevron habla de unos 6,000 despidos inminentes, BP de 10,000 (el 15% de su plantilla), y Shell, la compañía que generaciones de operadores de bolsa recomendaban no vender nunca («never sell Shell«), ha anunciado importantes recortes en sus dividendos por primera vez desde la segunda guerra mundial y hace que la famosa recomendación se cuestione más que nunca. Cuando los propios países árabes se dedican a invertir agresivamente en energía solar, es indudable que las cosas están cambiando.
Deberíamos tener mucho cuidado para no olvidar rápidamente las lecciones de esta pandemia, porque si lo hacemos, estaremos simplemente esperando un próximo desastre. No va a ser fácil, pero es el momento de la madurez, de eliminar los subsidios a compañías y energías que nos matan, y de reconstruir la economía en base a criterios sostenibles.
*Texto íntegro e imágenes, publicados gracias a licencias Creative Commons