La dificultad para aceptar la disrupción
Por Enrique Dans*
Considerado por muchos como el mejor director de todos los tiempos, galardonado con tres Oscars como director e incontables estatuillas más a lo largo de toda su filmografía, Steven Spielberg no parece un candidato a encabezar una entrada sobre las dificultades que tenemos para aceptar la disrupción: aclamado como uno de los fundadores del Nuevo Hollywood y productor o director de películas míticas en el mundo de la ciencia-ficción y la tecnología como “Encuentros en la tercera fase“, “. Artificial Intelligence“, “Minority Report” o “Ready Player One” entre otras, no cabe duda que hablamos de alguien no solo capaz de entender los efectos de la tecnología en la sociedad, sino también de utilizarla profesionalmente y extraerle partido como nadie, o de plasmarla en forma de escenarios y emociones como muy pocos pueden hacer.
Sin embargo, hoy me desayuno con la noticia de que ese mismo Steven Spielberg capaz de entender tan bien la tecnología y sus efectos, está encabezando, debido fundamentalmente a las tres estatuillas obtenidas este año por “Roma“, una propuesta de nuevas normas para los Oscars que permitan excluir de ellos a las compañías de streaming como Netflix o Amazon. Según el multigalardonado director, el estreno regular en las salas de cine debe ser fundamental a la hora de definir qué obras pueden o no presentarse a los Oscars, porque
“Una vez que te comprometes con un formato de televisión, eres una película de televisión. Si es un buen espectáculo, podrás merecer un Emmy, pero no un Oscar”.
El caso de “Roma”, cuyo éxito ha enfurecido a Spielberg y a todo Hollywood, es paradigmático: por un lado, Netflix apostó muy fuerte invirtiendo unos $50 millones en marketing para los Oscars frente a los $5 millones de obras como “Green book“, pero además, su paso por las salas de cine duró únicamente tres semanas, la compañía no informó sobre sus ingresos de taquilla, no respetó los 90 días de exclusividad para las salas de cine, y pasó de manera muy rápida a estar disponible en 190 países, veinticuatro horas al día y siete días a la semana. En realidad, Hollywood odia con todas sus fuerzas a Netflix, porque es la compañía que demostró, entre otras cosas, que la obsesión de Hollywood con la piratería era completamente absurda y que, en la práctica, esa piratería solo dependía del precio y de la facilidad de acceso al contenido.
¿Deben realmente las decisiones sobre la explotación comercial de una obra definir su idoneidad para presentarse a unos premios que se otorgan en función de parámetros y variables derivados de la propia obra, y no de las circunstancias de su estreno? ¿Cuál es el problema de definir como película una obra en función de su formato, y no de en dónde ha sido estrenada? ¿Es una película de alguna manera indigna de estar en los Oscars por el hecho de que los espectadores la hayan visto en sus casas? ¿Qué pasa cuando los espectadores vean las películas en realidad virtual, con una imagen, un sonido y unas posibilidades de inmersión muy superiores al las que ofrece una sala de cine?
La resistencia al cambio planteada por Spielberg recuerda poderosamente a otras reticencias similares, como las de algunas asociaciones de editores de prensa que aún hoy pretenden que “un medio, si solo se puede leer en internet, no es un periódico”, o muchas otras similares. El entorno tecnológico en el que se desarrolla una creación o una obra no tiene por qué afectar a la calidad de la obra o a que sea o no definida como tal. Empeñarse en que una película producida por Netflix o Amazon no es una película por no haberse estrenado en salas de cine de acuerdo con unas prácticas determinadas definidas por la industria es sencillamente ridículo y absurdo, una simple pataleta que esconde el miedo al cambio, a unas compañías cuya calidad creativa no deja de subir y que amenazan la forma tradicional de hacer las cosas en Hollywood.
Es el mismo tipo de resistencia que nos lleva a decir que si los niños no se educan como se educaron sus padres, no juegan con los mismos juguetes o no se comunican de la misma forma, seguramente serán unos adictos o unos enfermos, aunque nada demuestre que realmente sea así. El miedo al cambio se manifiesta de muchas maneras, casi siempre asociadas a aquello de lo que creemos saber, a la industria que dominamos o a los aspectos que consideramos parte de nuestra naturaleza.
Nuestro entorno cambia, en gran medida condicionado por la tecnología. Es hora de darse cuenta de que las especies humanas o animales son enormemente plásticas y flexibles, y que llevan siglos adaptándose a los cambios en ese entorno. La historia debería enseñarnos algo. Es hora de empezar a plantear las dinámicas de la disrupción y el miedo al cambio de una manera un poco más racional.
*Texto íntegro, publicado gracias a licencias Creative Commons